La chica de humo evaporándose.
¿En qué momento dejamos de ser la chica de humo y nos convertimos en la bella señora? quisiera preguntarle a Emmanuel. Para mí la categoría “señora” estaba absolutamente clara cuando era pequeña: mi mamá era una señora, mis abuelas y tías eran unas señoras. La etiqueta se portaba con gallardía y dignidad. Una señora representaba todo lo que estaba bien a partir de los veinte años para una mujer del siglo XX del Austro ecuatoriano (mestiza, de la ciudad, heterosexual)1: casada; es decir, en pareja, es decir, por la iglesia, es decir, nadie la dejó plantada en el altar y fue lo suficientemente bonita para que un hombre quisiera estar con ella, hacerla su esposa y madre de sus hijos, en los hogares herederos de las tradiciones judeocristianas.
La denominación señorita, en cambio, otorgaba a las jóvenes una respetable confirmación de verse aún casi adolescentes y mantener su candor cobijado bajo el seno de la casa materna y paterna. Sin embargo, ser llamada “señorita” después de los veinticinco o treinta años ya traía consigo en el pronunciarse cierta compasión respetuosa. No se casó, pero no es joven. Es señorita, pero, por ser soltera. Decirle señora a una señorita podía ser ofensivo, sobre todo cuando para ella su condición de doncella era un escudo protector frente a las miradas inquietas de los hombres y a las miradas escrutadoras de las mujeres. “Solterona” era la palabra reservada, en ausencia de la aludida, para esta condición ciertamente poco feliz, de alguien que se había quedado “en la percha”.
En Cuenca, ser soltera o divorciada a cierta edad se convertía en una carga terrible para una, me decía una amiga. Mientras las “solteronas” tenían la fama de “libertinas”, de “machonas” o de seres asexuados a cargo de cuidar a lxs padres ancianos y heredar sus posesiones a lxs sobrinos; las divorciadas que “habían probado” las mieles del matrimonio eran un peligro para la sociedad. Entonces, una divorciada debía revestirse de un estoicismo a prueba de balas. Una situación más grave era la de una madre soltera, sobre quien pesaba un fuerte estigma, equivalente al de tener un hijo homosexual. Una viuda, en cambio, sobre todo si era pobre y bella gozaba de cierta conmiseración social. En estas condiciones, la de divorciada y la de viuda, se mantenía el “señora” como recuerdo del hombre que abandonó el vínculo y del difunto, que, hacia el cielo, hizo lo mismo.
Cuando me casé fue abrumador escuchar que a mi entonces marido le dijeran cosas como “esperamos que venga con su señora” o mirar invitaciones con su nombre y el “y señora” o que en las tiendas de muebles, electrodomésticos y mercancía nupcial me dijeran “señora”. Así, “señora”, como palabra, denomina una institución y un estado de cosas particular, pero también una calidad accesoria a la de la vida pública del marido. A mi edad, soy un ser intermedio e inclasificable en los cánones del siglo XX. Hoy repaso las telenovelas que veía de niña donde puras señoras de la alta sociedad se disputaban el amor de algún galán o paseaban por la vida como dignas madresposas. Todas ellas, entonces, tendrían no más de unos veintitrés años pero vestían el traje sastre, las joyas de oro, el maquillaje cargado, el zapatito de tacón, la media nylon y en casa, aquellas más privilegiadas por el ocio, la bata de seda y el escarpín de terciopelo.
La Bella señora de Emmanuel
Una señora se viste de traje. Una señora tiene el cabello cuidado y, generalmente, corto. Una señora se pinta los labios. Una señora tiene una cartera importante. Hay un retrato al pastel de mi abuela de cuando tenía más o menos mi edad. Sus ojos están delineados perfectamente con lápiz negro. Mi mamá describe para mí el atuendo integral, cuyas texturas recuerda y no se pueden mirar a simple vista en la pintura. Porta un chaleco de charol blanco. Una blusa de seda con estampado psicodélico entre amarillo y fucsia —eran los años sesenta o setenta—. Unos inmensos aretes de oro y un moño que llega al infinito. Esos moños, lo sé, los hacían las peluqueras de antaño, a domicilio o en los primeros gabinetes de belleza. Primero, a las señoras se les hacía la permanente, o Tony. Después, las peluqueras batían los cabellos de las señoras con cerveza para construir una voluminosa torre. ¿Cómo la señora en esos años conservaba el alto moño? Envolviéndolo en las noches y retocándolo constantemente. Las más privilegiadas eran visitadas en su domicilio por peluqueras, asistidas por trabajadoras del hogar en condiciones de virtual servidumbre o por las hábiles de la familia.
Les pregunto a las amigas de mi edad si se consideran “señoras”. Ninguna se considera señora. Y vaya que ya tenemos la edad. No sé si es sólo algo de mi generación. Lxs millennials (cohorte demográfica de personas nacidas entre 1981 y 1995) vivimos en constante negación de nuestra condición adulta porque la infancia en los noventa queda demasiado cerca, parece que fue ayer cuando vimos bailar a Polo Baquerizo en Haga negocio conmigo —me estremece verlo hoy, anciano, clamando al Estado ecuatoriano por su jubilación, después de un despido intempestivo del canal en el que trabajó cuarenta y siete años, en los que los contenidos de su programa dejaron algo de trauma tropical, pero también divirtieron a mucha gente, a muchas señoras y abuelitas— cuando pusimos al revés los casetes de Xuxa para escuchar sus mensajes diabólicos y cuando intercambiamos “hojas de colección” perfumadas como extraño símbolo de estatus. Antes de los celulares tuvimos mascotas electrónicas que debíamos mantener con vida, en una edad en la que nuestras abuelas y probablemente nuestras madres ya criaban guaguas.
Uno de los indicadores universales del avance de los derechos de las mujeres es el retraso de la edad de las uniones y de los matrimonios. Sin embargo, todavía Ecuador es uno de los países con el número más elevado de uniones tempranas y embarazos de niñas y adolescentes. El matrimonio, por lo general, empobrece a las mujeres y favorece a los hombres, libera sus tiempos para el ocio y les permite construir una carrera, las casadas tienen menos tiempo para sí mismas, si trabajan en la casa están saturadas y cansadas de asumir el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, si trabajan fuera de la casa no dejan de trabajar en casa y la configuración del sistema capitalista dificulta el ascenso laboral de las mujeres y la conciliación de la vida laboral y la vida privada, porque no existe una real corresponsabilidad. Las excepciones siempre están atravesadas o por el privilegio económico que permite delegar ciertas tareas, o porque las abnegadas abuelas se hacen cargo, gratuitamente, del cuidado, para liberar los tiempos de sus hijas. Es decir, unas mujeres debemos, de manera gratuita o pagada, delegar nuestra sobrecarga en otras, porque si paramos, el mundo colapsa. Pocas veces los hombres asumen este trabajo.
La violencia contra las mujeres aumenta considerablemente entre las casadas y divorciadas. Paradójicamente, una sociedad como la cuencana, en sus círculos conservadores, no considera a la soltera o a la divorciada como una afortunada o como una sobreviviente. Miles de mujeres todavía sienten que el fracaso matrimonial es una forma de abandono, se sienten “abandonadas” cuando el hombre inicia una nueva relación, no pocas veces con una mujer más joven, quien funciona como el espejo de la propia decrepitud, del no ser suficientes, del no-ser-ellas2 cuando las estadísticas no mienten acerca de la evolución de la calidad y expectativa de vida de las mujeres libres de vínculos machistas y de relaciones de poder. Pero quiénes somos para juzgarnos si en el lugar profundo de nuestro corazón habitan las radionovelas, los folletines, las telenovelas y las letras de las canciones que siguen apelando a la pareja como la única forma válida de existencia y de relación.
Y la pareja heterosexual, y la familia tradicional. La de señora sigue siendo una condición de privilegio con un gran costo. Deben existir excepciones y por eso continúa siendo un estatus atractivo. Yo al pensar en una señora, pienso en comodidad, respetabilidad y dignidad. Suena lindo, todavía.
Los tiempos han cambiado y las tendencias varían en función de una serie de factores como la cultura, la clase social y las posibilidades económicas. Pero como generación nos identificamos, quienes somos de clase media y personas mestizas y urbanas con los memes donde se ilustra que a los veinticuatro años nuestros padres ya estaban casados, pensaban en construir una casa y tenían más de un hijo o hija. La economía actual y las circunstancias del mercado, del sistema capitalista, de la precarización laboral y de los cambios en las relaciones familiares y de género impiden al ser millennial promedio tener tales aspiraciones, pero otras libertades y opciones han ganado terreno. Hoy es legítimo y cada vez más que haya mujeres (antes esto era excepcional), viviendo solas, o a lo sumo con gatos y plantas, trabajos precarios o estables, con mayor autonomía económica y con acceso a otros modelos de vida, terapia psicológica y una conciencia del autocuidado y del proyecto propio de vida muy distinta a la de otras épocas. Quizás las millennials geríatricas como yo, divorciadas y sin hijos, vendríamos a ser una versión contemporánea de la tía “solterona” y feliz de otras épocas. Una versión 2025 de las monjas que encontraron en los conventos cuartos propios, espacios para pensar y escribir.
La “soledad” ya no es necesariamente un lastre y la pareja no es un requisito. Aunque la maternidad siga siendo vista como sinónimo de feminidad, cada vez más mujeres deciden no tener hijos e hijas y sus aspiraciones no se centran en formar un hogar en los términos burgueses de la familia nuclear, heterosexual y patriarcal. Hay distintos tipos de familias y de acuerdos afectivos, legítimos y edificantes cuando se fundan en el consentimiento y la conciencia.
La prueba de fuego para muchas mujeres es dejar de pasar por la vida como “niñita”, “señorita”, “chica”, “mhija”. Hemos criticado que se nos trate de manera infantilizada y condescendiente, cuando no, morbosa, con ese tipo de etiquetas. Sin embargo, el primer “señora” cuando preguntamos el precio en una tienda, cuando nos subimos a un taxi o cuando estamos en el banco tiene la importancia simbólica y el peso definitivo que en la infancia tiene el primer diente flojo. Algo se rompe. La palabra “señora” arde. Se abre una herida. La juventud se fue. Pensar que para Arjona una muchacha de cuarenta ya era una “señora” en los años noventa nos espeluzna.
En la historia, la juventud es un concepto relativamente reciente, dado que antes los niños y niñas eran como pequeños adultos, incluso en el traje. Se pasaba de la niñez a la vida adulta. La primera menstruación de la niña la convertía “en mujer” y la celebración de los quince años era un ritual de paso. Hoy la juventud se ha alargado hasta el punto en el que las que tenemos casi cuarenta fruncimos el ceño cuando nos dicen “señora” o pensamos que no se refieren a nosotras. Cuando vemos que sí nos indignamos ¿verdad?
Quizás la indignación proviene de un lugar de nosotras que cuestiona que la división señorita-señora la hizo Arjona. Si nos apropiamos de la palabra con fuerza la perspectiva patriarcal de su génesis pierde poder. Para ilustrar este ensayo filosófico he mirado el vídeo Señora de las cuatro décadas: inicia con una mujer que le pide a Ricardo eliminar escenas de una grabación en las que se siente vieja. Es entonces Arjona quien crea esta melodía para reconfortar el corazón de todas las que perciben que el paso de los años disminuye su valor, su atractivo, en un gesto de machismo galante que cala hondamente en la emocionalidad de muchas.
Momento en el que las Musas iluminan a Ricardo Arjona para crear su hit.
El dividir a las mujeres entre señoritas y señoras es un obvio rezago machista que reviste de una identidad dicotómica en función del matrimonio, porque delata “pertenencia”. Los hombres no son “señoritos” y “señores”. Son señores. ¿Qué nos hace señoras? Hay varios indicadores, más allá del estado civil, porque el ser señora ya es una manera de ser y de habitar la vida. Creo que uno fundamental es dominar el cuidado correcto de las plantas y lograr que alguna se mantenga viva. Otro, tener una escoba para el patio y una segunda escoba para los interiores. Otro, la esponja de los vasos y la esponja de los platos. Otro, saber cocinar bien y disponer correctamente los cubiertos y la vajilla. Otro, hacer envíos de comida en Tupperware. Otro, fuerte, usar un turbante dentro de la casa para no estropear nuestro peinado. Dormir con mejunjes en la cara. La bata “de casa”. Tejer o bordar. Fotos de los seres queridos en portarretratos. Calzones tipo abuela. Un botiquín (y saber qué tomar para cada cosa y saber qué hierbas curan qué males). Lentes para lectura. La funda de las fundas. El envío del piolín por WhatsApp. El tener a Facebook como la principal red social. Cristian Castro ha dicho hace poco en una entrevista que el envejecimiento es inevitable y que a cierta edad los hombres también se parecen a sus tías y empiezan a ser, a su modo, señoras.
Confieso que nunca me he sentido una señora, porque no lo soy en los términos en que yo misma definí a las señoras desde mi infancia. Tampoco domino las cualidades de la maestría doméstica. Ya no soy casada. No siento que deba ganarme la respetabilidad de nadie. Pero comprendo a quienes tienen esos anhelos. De ninguna manera porque tema el ser vista como una. Tengo una sincera admiración por las señoras.
Me parece un lugar de mucha dignidad, es elegante, respetable: S-E-Ñ-O-R-A. Esto cambió hace un año al ver de cerca a un escultural joven a quien dije, después de saludarlo y de presentarme «¡qué guapo es usted!» desde una cándida contemplación de la belleza, desprovista de otras intenciones. Esto jamás lo había hecho. Nunca le había dicho a un hombre —que no sea un amigo gay— que es guapo. Y las señoras lo hacen mucho, acaso porque la edad salva de ser mal interpretadas y de que el halago se confunda con interés romántico. Acepté mi nueva condición y recordé enseguida haber leído que en las antiguas sociedades musulmanas era frecuente que las mujeres entradas en años y en gesto altruista se empeñaran en ayudar a las jóvenes “en edad de merecer” a conseguir pareja a través del desprenderse generoso de sus ropas y alhajas, ya alejadas de pulsiones mundanas.
La chica de humo se evapora. Y en su lugar surge la bella señora.
Ricardo Arjona tratando de hacer sentir a las señoras de cuarenta aún jóvenes y bellas.
P. D. Cuando escribí esto, hace un año, ya había asimilado que soy una señora, pero la vida no me había preparado para escuchar “madre”. Estoy haciendo un trabajo de aceptación sobre la nueva etiqueta. Cuando llegue el primer “madrina” escribiré otro ensayo.
Mi lugar de enunciación, mujer, mestiza, heterosexual, divorciada, de 38 años de edad, de la ciudad de Cuenca, del Austro ecuatoriano: en este ensayo no hablo de la generalidad de señoras, no hablo tampoco de otras formas de ser señoras o sobre la ausencia de la etiqueta en otras culturas que me serían ajenas y de las que no podría hablar con autoridad, como las de las mujeres campesinas, rurales, indígenas o afrodescendientes del país intercultural que habito. Importante hacer esta aclaración partiendo del lugar del habla y del sesgo conexo: aún así no es posible evitar que haya comentarios que me digan que olvido las realidades de otras mujeres: no las olvido, sino no siento que pueda hablar de eso, así que invito a todas a expresarnos, leernos, criticarnos y escribir nuestras propias historias.
Tomo estas palabras de un texto inédito de mi propia autoría (Machado, 2024).
Morí de risa. Padecí hace poco el "madre", no podía creer que un hombre adulto me llamara así, aunque fuera desde una intención cordial.
Con el señora no he tenido problema, de hecho siempre me ha parecido bonito, incluso creo que desde niña añoré la elegancia y el respeto de ser una señora, no necesariamente casada, ni bajo la descripción que narras. Para mí el señora era más un sinónimo de independencia, de serenidad, de llegar a estar por encima del bien y del mal, estar en un punto de equilibrio donde ya todo me resbalara.
Cuando mis amigas o cercanas contemporáneas me preguntan si me molesta que me digan señora, digo siempre en son de chiste, que es lo mínimo que un o una "culicagada" (en nuestra jerga colombiana esta palabra hace referencia a una persona joven) puede hacer, no van a venir a tratarme de tu a tu; por mi podrían decirme su majestad...